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La noche de las lecturas




La noche de las lecturas


Lo he contado varias veces: en mi casa no había libros. Así que mis primeras experiencias con la lectura no estuvieron relacionadas con lo que ustedes conocen como literatura. Había revistas que traían figurines, porque mi mamá cosía, y otras con historietas, como El Tony o Intervalo, y que los grandes usaban cuando iban al baño. Me atraían más los dibujos que las palabras. Había también una colección de fascículos con la historia de los mundiales. Desde el primero hasta Alemania 74. Supongo que habían salido a la venta para aprovechar la euforia que se vivió en el país durante la previa del 78. Me gustaba olerlos, tocarlos, sentir su textura, fría y suave, propia del papel ilustración. Venían con caricaturas y recreaciones de jugadas famosas en color. Si tengo que pensar cómo fue que empecé a leer, me viene a la mente uno de esos fascículos, uno en particular. No me refiero a la lectura en el sentido escolar del término, a eso de deletrear palabras y entender lo que significan, y que los especialistas denominan alfabetización… Me refiero a la lectura como una performance, o como una experiencia emocional. Un hacer en el que nos involucramos con el cuerpo y con los sentidos, y vivimos lo que estamos leyendo. Bueno, conecté con el primer fascículo de aquella historia de los mundiales. Puntualmente, con la crónica de la final entre Argentina y Uruguay en 1930. Habíamos arrancado ganando dos a cero, jugando muy bien, y todo el mundo creyó que íbamos a ser campeones (la relación con el mundial de Qatar se las dejo a ustedes). Estaba todo servido para nuestro seleccionado. Sin embargo, la crónica decía que en el entretiempo hubo una extorsión, algunas amenazas de muerte a los jugadores, por lo que en la segunda parte de la final los uruguayos dieron vuelta el partido y nos ganaron cuatro a dos. 

Me fastidiaba mucho cada vez que leía aquel episodio, buscaba explicaciones para lo que indudablemente había sido una gran injusticia. Volvía a jugar en mi cabeza el segundo tiempo, una y otra vez, tratando de que las cosas resultaran de otra manera. Algo similar me pasaba con las películas sobre Jesús. Me enojaba en la parte en que el pueblo elegía a Barrabás por sobre Jesús, mientras Pilatos se lavaba las manos; no podía entender que nuestro propio Dios no lo hubiera salvado... Lo que quiero decir es que mis primeras conexiones con la lectura fueron a partir de historias que terminaban mal, o al menos que no terminaban como yo esperaba que terminaran… Así, hasta que un día me encontré con la historia de Miguel Strogoff. Y descubrí otro tipo de final.

Fue una mañana de sábado, mientras iba con mi mamá en un colectivo de la línea 81, a visitar a unas tías. Antes de tomar por la Agustín Garzón, a la altura de la estación terminal, subió un vendedor ambulante con un librito en la mano; sin imaginar, quizás, que con aquel ejemplar podía cambiar la vida de un niño. Se paró delante, apoyando su cuerpo contra el parante de aluminio que estaba detrás del chofer. Con el brazo en alto exhibió aquel librito celeste. En la tapa aparecía la imagen de Miguel Strogoff pegándole una trompada a su enemigo Ogaref. Anunció que costaba menos de la mitad de lo que podía costar en una librería. Y luego, con el famoso “como si esto fuera poco”, fue agregando más libritos hasta completar una increíble oferta de cuatro ejemplares al precio de uno, casi el mismo valor de lo que salía un cuaderno y una lapicera, dijo. Mi mamá me miró y me preguntó si los quería. Tal vez anticipándose a que me iba a aburrir en la casa de mis tías porque allí no había chicos de mi edad. O tal vez para no perder la oportunidad. Le dije que sí. El vendedor se acercó y me los entregó. Antes de que mi mamá los guardara en la cartera, fui repasando los títulos: La aventuras de Dick Turpin, Sissi, Miguel Strogoff de Julio Verne y Oliver Twist de Dickens.

Era una colección de editorial bruguera, en formato infantil. Uno rojo, uno rosa, uno verde y uno celeste. Ninguno me impactó tanto como Miguel Strogoff. ¿Conocen la historia? Es un correo del Zar a quien le encargan una misión. Tiene que ir a Siberia y entregar un mensaje que ayudará a los rusos a prevenirse de la inminente invasión de los tártaros. Como los enemigos están al tanto de todo, debe realizar su misión en medio de persecuciones y estratagemas diseñadas para interceptar el mensaje. En el camino se enamora de Nadia, una bellísima mujer, hija de un exiliado político, que viaja en la misma dirección. Hay aventuras en tren, a caballo, incluso, a nado a través de las heladas aguas de un río. El clímax de la historia se produce cuando los tártaros logran capturar a nuestro héroe; para ello toman a su madre como prisionera y lo amenazan con matarla si no se entrega. Este es el momento de mayor tensión en la novela. Miguel Strogoff se entrega. Y esa misma noche, los tártaros lo condenan a la ceguera: “Se te permitirá ver el mundo hasta el amanecer. Luego no lo verás nunca más”, le dicen. Como si fuera un animal, lo atan a un poste; calientan un sable en una hoguera y luego se lo asientan sobre los ojos. Esta trágica resolución se parece a la historia de la final del mundial y a la pasión de Jesucristo, dirán ustedes; otra historia que termina mal, sin embargo, no sucede así. Tiene un final diferente. No lo voy a contar, así lo buscan y lo leen. Miguel Strogoff, a diferencia de aquellas historias que me habían conmovido de niño, termina mejor. 

Más allá de las incógnitas y las interpretaciones, de ese modo fue que me convertí en el lector que ahora soy. A partir de un libro adaptado de Julio Verne, comprado en un colectivo, un sábado del año 82 u 83. Nada que ver con el mundo académico y sofisticado -de teorías literarias y estudios discursivos- que me acompañaría luego en este, mi camino profesional. Un librito muy simple con una historia que -por fin- terminaba bien, con un hombre común y corriente que podía esquivar los obstáculos y convertirse en alguien especial. Así empezó todo. Luego vendría el período de la adolescencia, con sus vicisitudes, nuevos intereses y universos sombríos. Todo se habría de complicar, no obstante, la historia de Miguel Strogoff ya me había modelado para estar preparado para lo peor.


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