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Sobre lo particular y lo universal



“La obra de un hombre no es sino ese largo caminar para recuperar, pasando por los desvíos del arte, las dos o tres imágenes sencillas y grandiosas con las que se le abrió el corazón por primera vez”.

Albert Camus


La desventaja de escribir en primera persona consiste en su “particularidad”, en el sentido filosófico del término. Es decir, en lo poco “universal” que pueden ser nuestras experiencias. Sacando a la gente que nos quiere (y la que no nos quiere también), ¿a quién le puede importar aquello que nos pasó o que nos podría pasar? Nuestro mundo personal, en definitiva, no siempre resulta atractivo para los demás, salvo que hayamos sobrevivido a un campo de concentración, seamos una figura pública, o que hayamos descubierto un nuevo continente…

Sin embargo, el procedimiento es siempre más o menos el mismo. Más allá de las legitimaciones, la escritura en primera persona permite explicar lo que hemos hecho, nos permite entendernos. Es una forma diferente de pensamiento. Y si a alguien le importa o no, carece de relevancia, en tanto método que nos ayuda a descubrir quiénes somos y de qué material estamos hechos.


A los ocho años me tocó renovar el DNI en el Registro Civil de la avenida Colón. No puedo decir “como todo el mundo”, pero cualquiera que ande por los cincuenta y viva en la ciudad de Córdoba, es probable que lo haya renovado allí. Desde luego, no tiene nada de épico ni de literario realizar trámites como esos. Llenar un formulario, entregar la foto carnet, estampar la firma, tomar la huella del pulgar. No obstante, se trata de una escena que no puedo olvidar. Una de esas dos o tres imágenes sencillas en las que uno siente que se le abre el corazón.

Estábamos esperando sentados en un banco, bajo esos inmensos ventanales que dan al pasaje Cornelio Agrelo -no sé si siempre se llamó así- y que terminan en unos arcos de medio punto. En la infancia, lo bueno de hacer trámites con tu mamá era que después podías pedir que te compraran algo, una golosina, una revista, un paquete de figuritas. En esas ocasiones, uno sentía que lo querían un poco más, como si fuera hijo único por un instante, y podía disfrutar en exclusividad de una caja entera de chicles Adams, de unos mentoliptus, o de un helado en la Soppelsa que estaba en la Gral. Paz, al lado del museo Genaro Pérez. El placer de no tener que compartir el placer, típico de la niñez.


Las estructuras del Registro Civil estaban recién pintadas, color amarillo huevo. Hasta no hacía mucho había sido un “moderno mercado municipal”. Ahora lo habían puesto a tono con la estética y la señalética del Hospital de Urgencias y el Estadio Córdoba, como un residuo de los maquillajes que se habían llevado a cabo para el mundial. Las mujeres que atendían llevaban un guardapolvo celeste, igual al que usaban las maestras de mi escuela; los hombres, camisa, corbata y el pelo con gomina. 

Mi mamá no quería que me alejara por las dudas nos llamaran, a pesar de que recién nos acabábamos de sentar. En ese tipo de situaciones, se solía comportar como una persona responsable, pero también temerosa.

El hombre de la limpieza iba y venía con el escobillón, empujando la montaña de aserrín con kerosene y conversando con algunos empleados que estaban del otro lado del mostrador. Aquel interior se imponía como la nave de una iglesia. Entraba tanta luz por los ventanales que el brillo del piso -que el hombre iba dejando tras de sí- apenas se podía distinguir. 

En medio de esa espera fue que, de pronto, apareció una mujer y se saludó con mi mamá. Venía a hacer el mismo trámite que nosotros, junto a su hija. Luego, se agachó y, tomándome el rostro con ambas manos, me habló como si fuera una pariente. Dijo esa clase de cosas como: “hola, muchacho, cómo le va”, “siempre tan bonito, usted”, “qué grande que está”... Después, señalando a su hija, me preguntó si la recordaba. Se llamaba Ornella. Habíamos ido juntos al jardín. Por más que la veía distinta, le dije que sí, que me acordaba de ella.


En la representación que nos había tocado hacer del mundial ‘78, a Ornella la habían disfrazado de holandesa y a mí de holandés. No recuerdo el motivo del homenaje, solo que habíamos imitado el acto de la inauguración, con las distintas delegaciones de los países, y que después hubo un partido de fútbol entre jardín de infantes y primero inferior. También habíamos salido juntos en el pesebre de fin de año. Ella como la Virgen María y yo como San José. Me habían hecho una túnica de tafetán y una barba y una melena postiza con lana marrón. La afinidad que había entre la mamá de Ornella y mi mamá quizás venía de aquellas actuaciones, del hecho de ponerse de acuerdo acerca de cómo serían los trajes, compartir las dudas sobre los guiones y las coreografías, calmar ansiedades y tensiones. 

Al año siguiente, para la primaria, nos habían anotado en escuelas diferentes y no nos habíamos visto más. Yo fui al colegio de La Inmaculada, ella no sé. Hasta ese día en que nos encontramos, de casualidad, en el Registro Civil, no habíamos tenido ninguna noticia de Ornella ni de su familia.


Cada cual permaneció en su lugar escuchando lo que las madres hablaban, resumiendo lo que habían vivido en el último tiempo. Ornella tenía puesto un enterito de jeans y llevaba el pelo un poco más oscuro y más largo de lo que solía usarlo en el jardín. 

En un momento, como los turnos demoraban mucho, nos dijeron que podíamos jugar, pero sin alejarnos demasiado. Ornella se acercó a su mamá y le dijo algo al oído. La mujer abrió el bolso, sacó un álbum de figuritas del cuerpo humano y se lo entregó. 

El banco no tenía espaldares, había que apoyarse en la pared. Le hice lugar. Ella se sentó, puso el álbum en su regazo y me lo empezó a mostrar, pasando las páginas muy lentamente, señalando con el dedo los espacios que aún le faltaban completar.


Al rato sonó mi nombre y mi apellido desde el mostrador. En la contratapa del álbum había un chico y una chica dibujados con el uniforme escolar, pegando figuritas y escuchando un grabador. Podríamos haber sido nosotros. Ambos estaban sonriendo, con una serie de imágenes alrededor; los pulmones, el corazón y el aparato circulatorio, los huesos de las manos, el sistema digestivo, el sistema muscular. 

Después de saludarnos, fuimos con mi mamá hacia el sector donde nos iban a atender. La mayor parte del registro se dividía por mamparas, con marcos de madera y láminas de vidrio. Era una forma de organizar las secciones. Trámites de matrimonios, actas de defunciones, partidas de nacimiento, actualizaciones, etcétera. Se escuchaban voces que se superponían entre sí y el ring ring de los teléfonos de Entel. 

Entramos en uno de los boxes. La empleada nos recibió la foto carnet y se puso unos lentes. Examinó la imagen en detalle. “Parece que era grande el finado”, dijo en referencia a que para sacarme la foto me habían puesto una corbata de mi papá. Luego comenzó a llenar unos papeles. A su alrededor, salvo por algunos artículos de librería -lapiceras, reglas, plasticola, sellos de goma-, todo estaba cubierto de hojas abrochadas y pilas de biblioratos. Al terminar con sus anotaciones, me pidió la mano y empezó a embadurnarme el pulgar con un rodillo. “No tengas miedo que no te estoy haciendo nada”. Pero no se trataba de miedo; lo que molestaba era sentir aquel contacto frío sobre mi piel.

Recién me soltó una vez que la huella estuvo impresa en la hoja del DNI. Me dijo que al final del pasillo me podía lavar. Antes de entregarnos el ejemplar, revisó los datos que acababa de asentar. Después nos abrió la puerta. El siguiente turno era el de Ornella.


El piletón se hallaba junto a los baños, sobre el lado contrario a la avenida Colón. Tenía varias canillas y estaba revestido con cerámicos blancos, impecables. Como me quedaba un poco alto, tuve que lavarme en puntas de pie. Luché bastante para quitarme la tinta de las manos. Se me había adherido como un pegamento. Mi mamá intentaba ayudarme con un jabón de la ropa que se encontraba ahí, junto a la grifería. Quería volver rápido a casa porque había que hacerme de comer y mandarme a la escuela. 

Pero mis tiempos eran distintos. Estaba empecinado en que no me quedara un solo rastro de tinta. A lo mejor, no quería que nadie me viera así, con las manos manchadas de negro. O tal vez estaba esperando que Ornella terminara con su trámite y nos pusiéramos a ver de nuevo el álbum del cuerpo humano. O quizás tratando de convertir aquel instante particular en una experiencia universal. Vaya a saber. La cuestión fue que me quedé un largo rato allí, fregándome las manos, mirando cómo el agua se volvía grisácea y se perdía en espiral por la rejilla. Círculos concéntricos, casi perfectos, que se movían y luego desaparecían por debajo de las calles de la ciudad.


Comentarios

  1. Hermoso relato, me llevaste a mi infancia cuando renovamos ahí mismo mi DNI con mi mamá. Edificio que aprecio mucho por ese y otros recuerdos, además porque ahí se casó Roberto Arlt, sabías? Un abrazo!

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  2. Está mañana tempranito leí el relato, debe ser porque nacimos el mismo año que la vivencia parecía mía, que hermoso leerlo y verme ¡tan reflejada! Recordé tantas situaciones similares, me despertó emociones y sentimientos lindos y muy divertidos, gracias

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  3. ¡¡¡Hermoso relato Emilio!!! Cada detalle me trasladó a la escena como si estuviera observándola en ese momento preciso.
    ¡El escobillón, con aserrín y kerosene han sido parte de mi infancia también!

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  4. Emilio, tu relato me llevó a vivirlo como si estuviera en el gran salón del registro civil. La contemporaneidad hace que no cueste traer a la memoria la misma situación. Inmediatamente recordé la blusa de tela cuadrillé rosa con un gran cuello "baby" de la foto de mi primer DNI.
    Gracias por traer esas épocas tan lindas con cada detalle que nos hace sentir inmersos y retrotraernos a historias tiernas que nos configuran.

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  5. Que lindo viajar en el tiempo. Si,recuerdo ese trámite. Era la mañana bien temprano porque llegamos en colectivo con mamá y aun era de noche. Me gustó la historia. Me enganché ¿Como continuaría? Gracias por compartir Emilio

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