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Frágil navidad


Imaginen una mañana de fines de diciembre. Una mañana de verano, hace como cuarenta años. Abro paréntesis: siempre quise tener mi cuento de Navidad, como el del señor Scrogge, como el de Ray Bradbury o el de Auggie Wren. Pero los míos siempre terminaban mal. Cierro paréntesis. Dormía en el patio, esa mañana de 25 de diciembre, en una reposera hecha con caños de aluminio y una lona verde similar a la de las piletas pelopincho. La casa de mi tía Alicia era grande, sin embargo, no alcanzaban las camas para todos. Así que me habían ubicado en esa reposera de lona y me habían tapado con un Palette. 

No sé qué hora era cuando me despertó una mosca que intentaba metérseme en la boca. Hacía rato que sentía sus patitas caminando sobre mi cara. La espantaba, sacudiendo la cabeza o pasándome la mano, pero de inmediato volvía. No quería despegar los ojos. Si bien el sol ya estaba subiendo por los techos, me sentía cómodo allí, bajo la sombra de una planta de cafeto, donde los grandes me habían apoltronado antes de irse a dormir.

Junto a la reposera se extendía el largo tablón donde habíamos cenado, con el mantel todavía puesto. Había garrapiñada y pedacitos de turrón, y vasos sucios con restos de clericó. Al final, la mosca terminó con mi paciencia y entonces tuve que levantarme.

A esa hora, la única que estaba despierta era mi tía Alicia, que pasaba la escoba del otro lado del patio. Apenas me vio, hizo una pausa en la tarea e intercambió conmigo algunas palabras. Sin embargo, no le presté mucha atención. Solo quería reencontrarme con la pelota de mini básquet que me habían dejado al pie del árbol de navidad la noche anterior.

Una sorpresa. No acostumbrábamos a escribir cartas al Niño Dios. Seguro mi mamá había sido la impulsora, tras darse cuenta de que me pasaba todo el día con el tema del básquet. Si no estaba en el club, estaba en mi casa practicando con lo que tuviera a mano -una pelotita de tenis, una cáscara de fruta, un bollo de papel-, tratando de embocar sobre cualquier circunferencia que se me ofreciera. Desde un tarro vacío de leche en polvo hasta un porta macetas. En el medio, cualquier cosas que se puedan imaginar: el cajón de las medias, el canasto de la basura, un balde de plástico, fuentones y cubiertas viejas, etcétera. Así que cuando me dijeron que aquella pelota Latin Globe, que estaba entre los demás regalos, era para mí, experimenté -no sé si por primera vez- cómo un deseo se puede convertir en realidad.  

Estuve un largo rato mostrándosela a todos mis parientes, en medio del ruido ensordecedor de los petardos que iluminaban la noche de Alto Alberdi. Era para mini básquet, sin embargo, durante mucho tiempo iba a ser mi mejor regalo de navidad. El único contraste con toda aquel momento de emoción fue que había venido desinflada.

Nadie de la familia pudo dar una solución. Me refiero a la ansiedad de ponerme a picar lo que era mi primer pelota de básquet. Ni en la noche del 24, ni en la mañana del 25. Entonces tuve que irme hasta la casa de Joaquín, una cuadra más allá de lo de mi tía, sobre la calle Espora. Sabía que jugaba en las minis del club Universitario y quizás me podía ayudar.

Después de abrirme la puerta y hacerme pasar, tomó la pelota y se puso a analizarla, moviéndola entre sus dedos para revisar su calidad. Luego me dijo que lo esperara. Subió la escalera que conectaba con los dormitorios. Al rato salió con una pipeta negra. Había una estación de servicios en la avenida Santa Ana y allí la podíamos inflar, me dijo.

Hacía muchísimo calor. El cemento parecía moverse por efecto de la refracción. En el camino, Joaquín me contó que más de una vez había usado como inflador el compresor del consultorio de su mamá, que era dentista, pero un día lo habían descubierto y ya no lo podía hacer más.

Al fin llegamos a la estación. Sacó la pipeta y le enroscó el adaptador. Luego me pidió la pelota. El playero de turno nos vigilaba a lo lejos, parado a un costado del surtidor.

Apenas encontró la válvula, dejó caerle encima una gota de saliva y luego hundió la pipeta. Sus movimientos me resultaban torpes. Después de todo, era mi regalo de navidad. En su lugar, yo lo habría hecho diferente. Pero no estaba en su lugar. Mi función se iba a limitar, simplemente, a descolgar la manguera, que estaba sobre la llave de presión, y luego volver a colgarla. 

Le pregunté si podíamos ir a practicar a la cancha de Universitario. Me dijo que no porque yo no era socio, y se puso a hacer malabares sobre el piso de la estación, pasándose la pelota entre las piernas, una y otra vez. Le dije que conocía una cancha, cerca de la casa de mi abuela (mi abuela Alcira, la mamá de mi papá, que también vivía en Alto Alberdi). A lo mejor allí podíamos jugar. Casi siempre sus portones estaban abiertos. Aunque había que caminar como otras diez cuadras más. Era del otro lado de la Duarte Quirós.

En la calle Caseros, le precisé… se llama Chanta 4.

¿Chanta 4?, preguntó mientras se ponía la pelota bajo el brazo.

Sí, Chanta 4.

Hizo una mueca de extrañeza y luego nos reímos. 

Salimos de la estación tirándonos pases y haciendo bandejas en aros imaginarios. Solo paramos un momento en el jardín de una casa porque teníamos sed. Me agaché y puse en la boca en el pico de la canilla. El agua al principio salió caliente, pero después se mejoró. Aproveché también para mojarme la cabeza. Joaquín imitó mis movimientos, y seguimos el camino.

En contra de mis pronósticos, el club Chanta 4 se hallaba cerrado. Junto a los portones verdes, había un grupo de chicos más grandes que nosotros. Estaban sentados en fila a la sombra de la pared.

¿Está cerrado?, preguntamos.

¿Y qué? ¿No ven?, nos respondió uno y los demás se empezaron a reír.

Al instante otro se levantó. Le pidió la pelota a Joaquín y se puso a picarla contra la vereda, sin ningún tipo de coordinación en sus movimientos. Se me hizo un nudo en el estómago. Comenzaron a arrojarse la pelota, unos a otros, como si fuera una piedra. Extendí la mano para que me la devolvieran, pero no me hicieron caso. Cuando me acercaba para agarrarla, simulaban que me la iban a entregar, pero se la pasaban a otro, gozando de la situación.

Lo habrán hecho tres o cuatro veces hasta que intervino Joaquín, que se arrojó sobre uno de ellos con una toma de catch. No sé cómo hizo, pero lo tumbó al piso y, después de forcejear un poco, logró quitársela.

Cuando se puso de nuevo en pie, miró a todos, aferrado a la pelota, y esperó a que le dijeran algo. Sin embargo, nadie se animó. La tensión duró unos cuantos segundos. Luego nos dimos vuelta y nos fuimos con dirección a lo de mi tía Alicia.

A la noche de ese 25 de diciembre, la pelota estaba completamente desinflada. Había perdido por la válvula. Preferí no decir nada acerca de mis dudas sobre si había sido Joaquín el que la había roto, cuando le puso la pipeta en la estación, o si había venido así de fábrica. Tampoco hablé de lo que había pasado en el Chanta 4. Dejé que mi papá la limpiara bien, con un trapo húmedo, la pusiera de nuevo en la bolsa y al día siguiente la llevara a cambiar adonde la había comprado. Me trajo una que era de un anaranjado más claro y pude jugar a pleno todo ese verano.

Si este fuera un cuento de navidad, al estilo postmoderno, tendría que haber terminado algunos puntos más arriba. Si fuera un cuento clásico, con final feliz, sin dudas terminaría aquí. Pero quedan algunas cosas por decir. Sobre todo, de Joaquín, que murió tiempo después cuando cursaba el último año de la secundaria. Mi tía me contó que lo atropelló un auto, a la salida de un boliche, en Río Ceballos. A esa altura, ya hacía muchos años que no nos veíamos. Habíamos crecido y cada uno tenía sus amistades. Incluso mi Latin Globe ya había desaparecido del mundo material. Las navidades son días de pan dulce y reunión familiar. Sin embargo, cada vez que recuerdo a Joaquín todo se tiñe de fragilidad.


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