Nací en una época de turbulencias, un año antes de que Perón llegara a Ezeiza. Según me contaron fue como a las cuatro de la tarde un día de calor insoportable, demasiado cruel para lo que suele ser el mes de noviembre en nuestra ciudad. No sé quién acompañó a mi mamá a la maternidad provincial. Mi papá seguro no estuvo. Ni en el parto ni en el proceso de recuperación. Trabajaba en una fábrica de autopartes, la Thompson Ramco, y vivía de asambleas y protestas, quemando gomas o reclamando por los despidos de algún operario. Una excusa cuanto menos enigmática, sobre todo, si tenemos en cuenta que siempre fue una persona de tinte más bien liberal que evitaba las discusiones políticas y cualquier forma de protesta. Más allá de que los hechos están impregnados por miles de significados y nunca podré acceder a su desnudez, su ausencia en mi nacimiento me produce varios signos de interrogación.
El obstetra que atendió a mi mamá tenía su carácter y no demostró reparos a la hora de predicarle una homilía. No sé si lo hizo porque eran otros tiempos o porque mi mamá provocaba esa clase de reacciones en la gente. El asunto fue que mientras las enfermeras la ayudaban a colocarse la bata y el gorro de quirófano en la cabeza, en medio del fuerte olor a alcohol y anestesia, el médico la estuvo retando didáctica pero vigorosamente acerca de que por nada del mundo un esposo debía dejar sola a su mujer en situaciones como esas.
—Está con problemas en el trabajo, doctor.
—Ningún trabajo puede ser más importante que la llegada de una criatura. Debería saberlo señora. ¿Nadie se lo enseñó a su esposo?
Mi mamá no era de esas mujeres que le hubiesen respondido “mejor métase en su vida y haga lo que tiene que hacer, me haría un gran favor en este momento”, sino que aceptó dócilmente las recriminaciones (por más que después iba a estar toda su vida acordándose del episodio) y se sometió en silencio a los trabajos de parto, mordiéndose los labios y deseando encontrarse en cualquier sitio del universo menos en esa maternidad.
Según me contaron, la cosa vino complicada. En el canal de la pelvis ingerí líquido amniótico. Un asunto que no parece tan grave –la única secuela que me quedó fueron tres grados de astigmatismo en el ojo izquierdo– pero hizo que todos los que estaban alrededor de mi madre fruncieran el ceño y comenzaran a transpirar.
Más tarde, cuando mi nacimiento no era más que una cuestión de datos asentados en una planilla del registro civil, el obstetra se apareció de nuevo en la habitación para hacer la visita de rigor. Como ahora, la maternidad en aquella época albergaba a las parturientas que no podían pagarse un hospital; un internado precario donde las mujeres compartían el mismo salón para recuperarse de los alumbramientos. Allí, los médicos mezclaban la salud con la moral bajo el supuesto de que los pobres no estaban habilitados para pensar por sí mismos, como si el simple hecho de tener un diploma colgando en la pared, otorgado por la universidad, los habilitase para hacerlo.
—Su marido… ¿Todavía no ha venido?
—Mandamos un mensaje a la fábrica. Quedaron en que iban a avisarle apenas lo vieran.
—¿Usted es consciente de lo que significa llegar al mundo y que no esté un padre para recibirnos?
—No, doctor.
—Un daño irreparable... No importa. Mañana por la mañana le vamos a firmar el alta. Vendré a verla. Pero le digo una cosa: si su marido no está, olvídese de irse a su casa. Usted no va a salir de esta maternidad con ese niñito en los brazos. Esa es tarea de su marido. Dígale así: “dice el doctor que personalmente quiere hablar con vos”. Ya lo vamos a poner en órbita de nuevo.
Ignoro cómo concluyó el episodio. Supongo que mi papá finalmente se enteró de mi nacimiento y fue a buscarnos a la maternidad. De todos modos, no se produjeron las consecuencias que el médico pronosticó. No sucedió que vino al mundo un ser distinto de los demás, no tuve “daños irreparables”. Las circunstancias no siempre son tan relevantes. Al fin y al cabo mi papá tampoco estuvo cuando nacieron mis otros hermanos y ninguno debió enfrentar su vida como una tragedia. Y si el asunto después se convirtió en moneda corriente en el discurso de mi mamá, si pasó a ser parte de sus recuerdos más importantes, se debió, sin dudas, a que ella fue la única de la familia que lo sufrió. Tan solo ella y nadie más.
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